Tal título es una de las expresiones del paleontólogo norteamericano Stephen Jay Gould para describir el fenómeno de la neotenia humana. Un principio biológico que contribuye a explicar cómo fue posible el paso de homínidos a humanos debido a una adaptación evolutiva que retrasó nuestro desarrollo y prolongó nuestra juventud indefinidamente
Comparándonos con nuestros primos los chimpancés, nos parecemos muchísimo más a una cría de chimpancé que a un ejemplar adulto, da igual en qué fase del desarrollo nos encontremos. Esto, es consecuencia del éxito de un “defecto genético” que debemos a la evolución, la neotenia, la fijación en el género humano de una mutación que altera el periodo de desarrollo inicial, prolongándolo, de manera que los adultos conservan características, tanto físicas como comportamentales, de individuos jóvenes.
La neotenia ha actuado en nuestra evolución desde que nos separamos del chimpancé hace cinco millones de años. Gradualmente, el aspecto de nuestros ancestros se va diferenciando cada vez más del de sus antepasados para quedarse permanentemente con una morfología infantil. Es decir, el acceso al estado de adulto queda diferido sin cesar, lo cual sucede porque ya no es necesario llegar al antiguo estadío de madurez.
Comparativamente con nuestros antepasados homínidos o con la especie más estrechamente emparentada con nosotros, como es el chimpancé, nacemos, crecemos, nos reproducimos y morimos conservando características infantiles de éstos: una mandíbula reducida, dentición también pequeña, el hocico hundido, una cabeza y ojos grandes en proporción al cuerpo, o escaso pelo corporal. En realidad, los bebés humanos llegan al mundo en una fase del desarrollo en que la mayoría de los mamíferos todavía están en el interior del útero materno. Es decir, nacemos prematuros.
Ese estado de inmadurez supone una gran desventaja para la supervivencia de la especie humana ya que, a diferencia de casi todos los demás animales existentes que al poco de nacer ya son capaces de moverse, de correr, de alimentarse y de percatarse del peligro, el bebé humano es un ser totalmente desvalido que, para sobrevivir, necesita de protección y cuidados constantes durante bastantes años.
Por lo tanto, alguna extraordinaria ventaja debió suponer esta peculiaridad para la evolución humana. Pues bien, se cree que esta virtud fue la flexibilidad mental. Es sabido que la capacidad de aprendizaje ocurre, sobre todo, en la infancia. Es el periodo de mayor plasticidad cerebral, de la asimilación masiva de conocimientos para sobrevivir autónomamente, de mayor sociabilidad con los congéneres, también. En la mayoría de mamíferos el cerebro crece velozmente durante la gestación, pero muy poco después del nacimiento. Por ejemplo, un chimpancé en el momento de nacer ya tiene el 65% de la capacidad cerebral que alcanzará de adulto. Nuestro antepasado, el Australophitecus afarensis, ya nacía con la mitad de su máxima capacidad. En cambio, a nuestra especie, Homo sapiens, al nacer le quedan por desarrollar tres cuartas partes de la capacidad cerebral que alcanzará a los 45 años de edad, que es cuando se estima que se desarrolla completamente el cerebro.
¡Claro que la teoría de la evolución humana hacia el infantilismo plantea una contradicción insalvable para la supervivencia de la especie!. Porque, si estamos detenidos en la forma provisional de “cría”, lógicamente, hubiera sido imposible la reproducción y, por tanto, dejar descendientes que portaran las características neoténicas. Por eso, la neotenia retiene las características de sujetos inmaduros y va acompañada de un adelanto de la madurez sexual. Esto es, aunque la configuración corporal y comportamental se asemeje a la de una cría (en relación con las anteriores generaciones) reproductivamente sí existe un desarrollo de adulto.
Para finalizar, decir que la neotenia no es un atributo exclusivamente humano. También otras especies son neoténicas. Especies que, por la razón que sea, el mantener características juveniles durante el estado adulto les ha proporcionado una ventaja evolutiva. Se puede observar, sobre todo, en anfibios (ranas, salamandras…). Pero, también en otros mamíferos. Por ejemplo, se plantea que muchas de las características de los perros se parecen más a las de un cachorro de lobo, que a las del lobo adulto, por lo que algunos defienden que en el proceso de domesticación se logró detener el desarrollo del perro a una etapa parecida a la del cachorro del lobo del que procede.
En definitiva, comparativamente hablando, el resto de animales alcanza su cerebro adulto, y la rigidez y esquemas programados más asociados a éste, mucho antes que nosotros. En el caso de los humanos, en cambio, la capacidad cerebral sigue incrementándose durante su dilatada infancia y aún después. Esta ventaja mental supone disponer de un largo tiempo para aprender, lo que nos da una gran variedad de oportunidades para la supervivencia. Básicamente, somos animales que aprenden. En ese sentido, nunca alcanzamos la madurez.








