La sentencia notificada este martes por la Sala Segunda del Tribunal Supremo contra el fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, por un delito de revelación de datos reservados deja más preguntas que certezas y abre un inquietante debate sobre los límites probatorios y el papel del alto tribunal en un asunto de enorme sensibilidad institucional.
El fallo sostiene que fue el propio García Ortiz, o “una persona de su entorno y con su conocimiento”, quien filtró el correo electrónico del abogado de Alberto González Amador, una afirmación que, sin embargo, se apoya en una construcción indiciaria discutida y que no termina de despejar las dudas sobre la autoría concreta de la filtración. La fórmula empleada por el tribunal —que admite una imputación indirecta o por conocimiento— resulta especialmente llamativa tratándose de una condena penal, donde la exigencia de prueba debería ser máxima.
Más controvertida aún es la consideración de la nota informativa emitida por la Fiscalía. El Supremo reprocha al fiscal general su intervención en un comunicado institucional que, según la sentencia, no justificaba la divulgación de determinados datos. El tribunal llega incluso a afirmar que no se puede responder a una noticia falsa-el bulo del jefe de Gabinete de Ayuso, Miguel Ángel Rodríguez- cometiendo un delito, una afirmación de evidente carga doctrinal que parece más una advertencia general que una delimitación clara y precisa del tipo penal aplicado al caso concreto.
La resolución insiste en el “reforzado deber de reserva” del fiscal general del Estado, pero lo hace sin aclarar con suficiente nitidez dónde termina la obligación de confidencialidad y dónde comienza el legítimo deber de informar de una institución pública cuando su actuación es objeto de debate público. Una frontera difusa que el propio fallo no termina de definir y que deja un margen de inseguridad jurídica difícil de ignorar.
Aunque el tribunal subraya su respeto al secreto profesional de los periodistas y no cuestiona sus testimonios, la sentencia parece deslizar una interpretación rígida del deber de reserva que, de facto, podría tener efectos disuasorios sobre la transparencia institucional, especialmente en contextos de alta presión mediática y política.
No es un dato menor que dos magistradas del propio tribunal, Ana Ferrer y Susana Polo, hayan firmado un voto particular en el que defienden la absolución del fiscal general, al no considerar probado que filtrara el correo electrónico ni apreciar delito alguno en la difusión de la nota de prensa. Una división interna que debilita el alcance de la condena y refuerza la sensación de que el Supremo ha optado por una lectura extrema y discutible del caso.







